Un apagón que alumbra.

(Relato sobre el apagón general de Chile el 25 de febrero de 2025 – por El curicano)

 

El ruido de un generador de emergencia, con su sonido de camión destartalado, acompaña a muchos niños que como nunca se han volcado a la plaza. Unos van con sus padres, otros acompañados de los abuelos y en medio del gentío, se escuchan sus gritos entre juegos que incluyen carreras, saltos y risas. 

Algo poco común para esta plaza enclavada en medio de un villorrio que nació  en los años 90. Es por lo mismo que ya no hay muchos niños; los niños de entonces ya emigraron y vienen de vez en cuando, de pasada, de visita, con algún retoño, que juega en esta plaza casi solitaria. Por eso sorprende y llama la atención estas imágenes que son postales de una época pasada; incluso de una infancia más lejana, en tierras del sur, en medio del paisaje rural de mi infancia.

 Sin duda algo distinto invade el ambiente de la plaza, llena de niños y adultos jugando, que traen fugaces recuerdos, imágenes esperanzadoras,  que quisiera perpetuar, como en un retrato.

Todo comenzó alrededor de las tres de la tarde, cuando un apagón generalizado detuvo la vida de millones de seres humanos a lo largo y ancho del país. Algo indignante como diría el presidente en cadena nacional y quien convocó el estado de excepción, con toque de queda incluido a partir de las 22 horas, para evitar, entre otras cosas que quedara la mesa servida, para  la delincuencia desatada en el último tiempo. 

 Este hecho repentino, inesperado, paralizó el transporte subterráneo, ascensores, bancos y el comercio y toda una cadena de servicios dependientes de la energía eléctrica, esa energía que viaja a lo largo del país, por medio de un sistema central interconectado. 

Esto trajo calles con semáforos apagados, aglomeración en paraderos del transporte público, producto de la salida intempestiva de empleados y funcionarios de sus labores, de negocios que bajaron sus cortinas y cerraron sus puertas, sin luces en sus vitrinas, sin conectividad y sin herramientas para las transacciones digitales, y con una clientela que huye cual estampida para regresar lo antes posible a sus hogares. 

Por otro lado, servicios públicos como bomberos, carabineros y seguridad ciudadana, ayudan a rescatar personas de los ascensores y a organizar el transporte y la circulación de vehículos, donde conductores nerviosos e imprudentes se atraviesan e interceptan cada cruce de las grandes ciudades con semáforos apagados.

Ya en casa, después de sortear con una enorme cuota de fortuna la difícil movilidad, producto del apagón y con la incertidumbre de lo que ocurre. miro mi celular con 15% de carga y lo guardo en mi bolsillo, pues el sentido común, me recomienda reservar esa energía por cualquier necesidad urgente.

Son casi las seis, no hay radio, no hay televisión y las compañías de telefonía móvil presentan caídas producto de la pérdida de la energía vital, energía que mueve al mundo, mundo cada vez más dependiente e interconectado.

Más tarde cuando algo de información esclarece los acontecimientos, por los medios de comunicación que con sus generadores propios, se mantienen aún en pie, recomiendan el no abuso de las líneas telefónicas y el uso del celular; ojalá limitarse solo a la mensajería de texto para comunicarse, para no saturar la red.  Pero en estas situaciones caóticas que experimenta el país cada cierto tiempo, la mayoría de los ciudadanos, se salta estos consejos y actúa con el impulso de la incertidumbre y la histeria colectiva, tal como ocurre en terremotos u otras catástrofes.  

El sol ya se oculta entre las casas y edificios cercanos, no se escuchan los automóviles y autobuses a los cuales estoy habituado. Sin duda el motor del generador es más potente y se impone a cualquier otro sonido, como se impone la noche que se aproxima. Espero no tener que soportar ese ruido intenso semejante al de maquinaria pesada y propio de una faena minera, durante mi descanso forzosamente anticipado.

La noche se acerca lentamente con color grisáceo, color que oscurece con cada minuto que pasa, cerrando la ventana del día, como el pabilo de una vela que se queda sin el alimento esencial que lo mantiene erguido y vivo.

Aún se escuchan niños en medio de la penumbra y a jóvenes que también se asoman o se pasean por los pasajes como sonámbulos. Son caras casi desconocidas, prácticamente empujadas por la fuerza de las circunstancias a dejar la comodidad de sus sillones o cuartos junto a sus computadores o televisores.

Mientras continúo escuchando a niños felices y logro evadirme un poco del ruido oscilante del generador a petróleo, me transporto fugazmente a mi niñez y rememoro aquellas pichangas interminables en el camino polvoriento, hasta el anochecer o hasta el último gol gana todo. Último gol pactado en aquella competencia de carreras y trancazos, de empellones y risas, casi en penumbras con una parchada pelota de cuero. Gol eterno   que no quería llegar, tratando de perpetuar aquel sudoroso y emocionante juego de la infancia. 

 Más allá los padres junto a tías y vecinos conversaban, abstraídos de los distintos temas de la jornada o de la copucha de turno, casi en penumbra, al tiempo de las palmadas que cada cierto tiempo, dan al aire, para espantar a los molestos bichitos veraniegos; aquellos que esperan la partida del astro rey, para salir con su artillería puntiaguda.

En la cocina, sobre el tostador, he dispuesto un par de humitas que se calentarán a la antigua, como antaño, emitiendo aquel olor de hoja de choclo recalentada y quemada; olor que en segundos me trasladan al antiguo ceremonial de la confección de aquel manjar con aroma de maíz y albahaca; fragancia que también recuerdan a mi madre que las preparaba con ese talento adquirido en años cocinando los tesoros que da la madre tierra. En esa instancia, tampoco podía faltar el acompañante inseparable de las humitas, el tomate. Ese de color rojo pálido, fragante y jugoso que se recogía de la huerta. 

Pero mi madre, por las humitas, tenía otro gusto irresistible; las prefería dulces y crocantes, bañada de aquellos blancos cristales granulados; cristales que ayudarían a pasarle la cuenta antes de los 50 años.

Entonces me veo en la juventud, girando el molinillo con energía y rapidez, el que se afirma apernado en un extremo de la mesa cubierta con un mantel de hule,  el torso descubierto para presumir mi incipiente musculatura en vías de desarrollo, dando gala de mi maestría y fortaleza,  primero con el brazo izquierdo gira que gira, mirando mis escuálidos bíceps, luego con el derecho,  mientras el jugo exprimido del choclo picado,  cae en el recipiente dispuesto en el piso y que escurre de la molienda.

Mi madre experta, ya ha apartado y pareado las hojas precisas que recibirán el choclo molido y las amarras con las hojas más resistentes, esas que abrazan la cintura de estás damas verdosas, que una vez envueltas y listas se sumergen en el fondo de agua que hierve sobre el fogón. 

Termino mi tarea de moledor, salpicado en cara, pecho y piernas con el almidón del maíz triturado.  En un recipiente queda la pasta amarillo pálido con toques verdosos de la albahaca que también fue víctima de mis aspas musculosas.

De vuelta al mundo terrenal, he dispuesto las dos humitas en un plato, las he despojado de sus vestiduras tostadas y olorosas, y en otro recipiente he puesto el tomate en trozos generosos, bañados de aceite y sal abundante. 

Estoy casi en penumbras alumbrado apenas por la tenue luz de una lámpara de emergencia que no se usaba desde el último apagón del invierno pasado.

Me dispongo a cenar en esa noche quieta, distinta, sin el brillo artificial de las luminarias y llena de viajes imaginarios que se suceden cual diapositivas en aquel ambiente casi en penumbras. Aquella cena rememora el pasado, ese pasado alumbrado con velas o “chonchonas” en silencio; Pasado que emerge por instantes como ahora, con el juego de los niños en la plaza, con la presencia de familias completas paseando, con el aroma de las humitas recalentadas cargadas de nostalgia y el apagón inesperado, ese que, paradojalmente, nos da luces de nuestra fragilidad. 

Este apagón de improviso como diría un payador,  de alguna manera, “desenchufa”, las vidas de tantos seres humanos, «electrodependientes», que más bien, sobreviven, conectados a los aparatos electrónicos,  sin tener un malestar físico, una enfermedad o una dependencia vital. Aunque tal vez sí, impuesta por el lado oscuro de la tecnología.

Entre tanto en la plaza, algunos, vuelven a la vida y gozan de la libertad, otros descubren imágenes de estrellas en el cielo de la ciudad, esas que escasamente se ven en días «normales». Otros liberan sus recuerdos almacenados, que también salen a la plaza de la memoria.

De vuelta en la mesa, selecciono el primer trozo de humita y me dispongo a sumergirlo en el viscoso jugo del tomate con exceso de aceite, justo al momento que se escucha un grito eufórico de la multitud, como en un concierto de un artista mediático, como hinchas de un equipo popular, o como cuando hacíamos el último gol gana todo, en nuestras pichangas interminables.  A la algarabía, le suceden destellos y relámpagos de luz.

Rápidamente, me dirijo a la ventana y veo las luminarias de la plaza que se encienden una tras otra. Al mismo tiempo que aquellos visitantes circunstanciales, se escurren velozmente, como el jugo del choclo en el molinillo, por los distintos pasajes, gritando; llegó la luz!. llegó la luz!.  

Y la luz se hizo…. 

Después de un instante, vuelvo a la mesa y a la cena interrumpida, saboreo lentamente aquellas formas acinturadas de las primeras humitas de este verano; ya no escucho el ruido de camión viejo que emite el generador, ni a los niños en la plaza, tampoco es necesario la luz de aquella lámpara de emergencia sobre mi cabeza. 

He degustado la primera humita mezclada con el tomate; tomate que no es el mismo de los recuerdos, no tiene el aroma, ni el color rosado, ni el sabor del jugo generoso con que se nutre en la huerta, junto a pimentones y ajíes amarillos. Claro, la huerta fue cambiada por frigoríficos donde ingresan casi sin madurar, para permanecer por largo tiempo sin ver el sol que los nutre.  En contraste con estas primeras humitas del año, humitas que sigo saboreando pausadamente, y viajando al mismo tiempo al pasado con cada mordida.  

Sin duda el sabor de la humita no ha perdido su esencia y su gracia, y es obvio, soy un privilegiado; tengo la fortuna que las manos que prepararon estas maravillas, está a mi lado y tiene la experiencia y la delicadeza de quien conoce los secretos más íntimos de la cocina del campo.  Esa que aprendió y desarrolló allí cerca de la huerta, donde crece el choclo, el pimentón y la albahaca. 

Mi plato y la plaza, están casi vacíos; la memoria vuelve a su baúl, como un álbum de fotografías que vuelve a su lugar entre los libros o un cajón del estante o de una repisa. Memoria que se activará seguro, con otro hecho circunstancial o que escape de toda “normalidad“, o toda rutina.  

Finalmente, cubro de cristales granulados el último trozo de humita, lo baño con el jugo de tomates restante, y lo mastico lentamente, cerrando los ojos. 

Como lo hacía mi madre.

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