Chugar Lopéz

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“Chugar” López

(Cuentro breve – por el curicano)

Suena la campana, es el último round de aquella colosal pelea por el título mundial. Rigoberto “Chugar” Lopez, avanza hacia su contrincante;  el invencible e invicto poseedor del cinturón de campeón mundial de la Asociación Mundial de Boxeo, John Simpson. 

El combate ha sido duro y  respira con dificultad a través de su protector bucal y mirando por el estrecho halo de luz que llega a sus ojos, ya casi cerrados por la inflamación de tantos golpes recibidos en 11 asaltos.  No está dispuesto a darse por vencido,  solo queda el último paso, el último round y los puntos; que según su rincón, le favorecen.  

Chugar sigue esquivando  ya sin fuerza  el repetido, y “resortístico yap” de izquierda del campeón mundial,  ese ”yap” demoledor que de cuando en cuando, le da de lleno en su maltrecha nariz. 

Una derecha que no alcanza a esquivar, le da de lleno su nuca, que lo estremece, pero va al frente como bestia herida.  Su derechazo mortal de vasta reputación, se pierde en el aire, dejando un silbido; pero no el del campeón  que cae como un mazazo en su flanco izquierdo, seguido de un boleo del monarca que le cierra definitivamente su ojo derecho. 

Entonces  oye aquellos gritos desde su rincón:

¡Tira tu derecha Chugar, tira tu derecha, guacho, hijo de puta…!

Entonces cierra los ojos y se abalanza con toda las fuerzas restantes, contra aquella enorme masa del negro John Simpson, que lo mira con su izquierda en ristre y con su puño derecho apretado a la espera de un descuido.  

“Chugar” López, nunca supo cuantos golpes lanzó y tampoco supo si alguno de ellos dio en el blanco, que paradojalmente era tan negro y brillante como el mismísimo betún virgínea. 

Luego de aquella andanada de golpes, en segundos todo oscureció y el griterío de la multitud se apagó, como todo se enmudece en un corte de luz, entonces, su mente con imágenes secuenciales y vertiginosas lo situaron en su infancia. 

Allí estaba mirándose revolcado y maltrecho, después de haberse enfrentado a tres compañeros de su edad; como le dijo a su madre, después que ella lo reprendiera, mientras que con la manga de su chaleco, se limpiaba ese líquido rojizo y tibio mezclado con sus lágrimas.  

-¡Pero Rigoberto, hijo, mira cómo vienes de nuevo. Otra vez te agarraste a golpes por ahí.  Cuando vas a aprender que por la vida no se anda dando puñetazos, hijo!.

-¿ Y esos maricones, cuando dejaran de decirme guacho y llamarte como te llaman?.

-¡Rigoberto, no hagas caso, tu sabes que quiero lo mejor para ti!.

-¡Si, Mamá, y yo también quiero lo mejor para ti, y te juro que cuando crezca seré el mejor boxeador del mundo, seré el campeón mundial y ganaré mucho dinero para llevarte a vivir lejos donde nadie te trate como esos maricas de mierda……..

Aquella fría bolsa de hielo en su frente lo hacen volver en sí,  luego una mano temblorosa le quitan el protector bucal y una toalla le limpian el rostro ensangrentado, entonces entre murmullos y gritos de euforia, es levantado en andas en medio de un  griterío ensordecedor y de los relámpagos plateados de las cámaras fotográficas:

-¡Chugar campeón…. chugar campeón.. chugar campeón….!

Mientras repasa con sus manos y nudillos atrofiados los recortes de diario y las revistas de aquella legendaria pelea del año 54, Don Rigoberto López, les comenta a los otros ancianos del asilo:

-¡Aquella vez ambos no dimos un derechazo al unisonó, en pleno  mentón con todas las fuerzas y caímos a la lona como dos sacos de papas, pero ese marica de John Simpson, no contaba con mi pegada de mula!, y no se levantó nunca más. 

Yo sin embargo a la cuenta de 9 ya estaba de pie bamboleándome listo para seguir tirándole derechazos a ese negro cabrón.!

– ¡Porque a mí nadie me llama guacho, hijo de puta…!, les decía.

El funeral

EL FUNERAL

(Cuento breve por El Curicano)

Saturnino Sánchez Sichel,  siempre fue reacio a los funerales, de hecho este era el segundo al que asistía por obligación lógica y que se hizo obligatorio al ver la cara de dolor y tristeza con que su mujer consolaba a los hijos aferrados a su vestido oscuro.  Siempre tuvo una razón de peso para no asistir a ellos y a todos los ritos que rodean la muerte. 

La experiencia que lo marcó para siempre, fue aquella vez a los 7 años cuando murió su padre de un certero y fulminante ataque cardíaco, a temprana edad y de forma inesperada,  ataque que no lo dejó ni siquiera despedirse de su madre y de él.  En esa oportunidad, fueron tres días con sus noches que su casa se llenó de gente extraña, con rezos lastimeros y cantos cristianos. 

Llegaron tíos y tías que jamás había visto y que al pasar frente a él,  acariciaban su barbilla con gestos penosos y le besaban la cara, dejándole ese aroma rancio, de tías pasadas a perfume y naftalina, confundiéndose con el saturado olor producido por los cirios encendidos y los arreglos florales.

Según su madre; en esos tres días,  no habló y no junto los ojos,  ni siquiera para pestañear, a tal extremo que su abuela con un algodón húmedo cada cierto tiempo le empapaba los ojos para evitar; según ella, que se le quedaran para siempre abiertos como huevos fritos y fijos en un horizonte inexistente.

El funeral fue al tercer día,  mientras todos se ocultaban tras sus lentes oscuros, él permanecía con sus ojos desorbitados mirando al frente cual guardia de palacio, impávido, y sin mover una pestaña. 

Al partir al campo santo,  tampoco pudieron sacarlo de su silla, permanecía tan aferrado a ella, que fue necesario llevarlo junto al féretro de su padre,  rodeado de coronas, un mar humano de gente con lentes oscuros que caminaba tras de él y de su padre. 

Al llegar al cementerio, los llantos de su madre se transformaron en gritos desgarrados que aumentaron mientras el cajón con los restos de su progenitor, bajaban lentamente afirmados por cuatro hombres que deslizaban con sus manos las sogas que ayudaban en aquel trance macabro. Mientras sus ojos no parpadeaban y su cuerpo se negaba a despegarse de la silla. 

Cuando aquel hombre de túnica blanca, habló de la muerte y la resurrección de la carne y cuando uno de aquellos tantos tíos aparecidos,  arrojó los primeros puñados de tierra a aquel foso oscuro con su padre dentro, sus ojos recobraron vida y como un resorte liberado después de tanto tiempo aplastado, dio un salto felino hacia el foso aún abierto y se aferró a aquel cajón de terciopelo y lloró todas aquellas lágrimas contenidas.

Según su madre, no hubo forma de sacarlo del foso, ni por los sepultureros; que al unísono saltaron para rescatarlo, pues una fuerza sobrehumana lo aferraba al ataúd, la misma que lo mantuvo pegado a la silla por varios días. Fue necesario volver a la superficie con féretro y con el pequeño Saturnino aferrado como lapa al cajón, para después de algunas horas; gracias a una dosis de tranquilizante,  lograron dormirle, y pudieron así separarlo de las manillas de bronce donde su padre dormía aquel sueño eterno. 

Esa es la razón que marcó la vida de Saturnino Sánchez Sichel. Desde entonces los funerales no son de su predilección, de hecho no fue al de su abuela paterna, menos al de tíos lejanos, ni al de compañeros de trabajo. Pero esta vez debe ir,   si o si,  y acompañar a su familia,  a sus hijos y a su madre, en un día tan triste y desolador para todos. Está la familia completa, amigos, compañeros de trabajo, incluso vecinos que apenas había saludado un par de veces.  

Solo  queda la esperanza,  de que su hijo menor, el más regalón, el más triste, no salte al foso cual felino y se aferre a las manillas de su ataúd, mientras los sepultureros, le arrojan las primeras paladas de tierra y todo se oscurece para siempre.

Fin.