EL FUNERAL

(Cuento breve por El Curicano)

Saturnino Sánchez Sichel,  siempre fue reacio a los funerales, de hecho este era el segundo al que asistía por obligación lógica y que se hizo obligatorio al ver la cara de dolor y tristeza con que su mujer consolaba a los hijos aferrados a su vestido oscuro.  Siempre tuvo una razón de peso para no asistir a ellos y a todos los ritos que rodean la muerte. 

La experiencia que lo marcó para siempre, fue aquella vez a los 7 años cuando murió su padre de un certero y fulminante ataque cardíaco, a temprana edad y de forma inesperada,  ataque que no lo dejó ni siquiera despedirse de su madre y de él.  En esa oportunidad, fueron tres días con sus noches que su casa se llenó de gente extraña, con rezos lastimeros y cantos cristianos. 

Llegaron tíos y tías que jamás había visto y que al pasar frente a él,  acariciaban su barbilla con gestos penosos y le besaban la cara, dejándole ese aroma rancio, de tías pasadas a perfume y naftalina, confundiéndose con el saturado olor producido por los cirios encendidos y los arreglos florales.

Según su madre; en esos tres días,  no habló y no junto los ojos,  ni siquiera para pestañear, a tal extremo que su abuela con un algodón húmedo cada cierto tiempo le empapaba los ojos para evitar; según ella, que se le quedaran para siempre abiertos como huevos fritos y fijos en un horizonte inexistente.

El funeral fue al tercer día,  mientras todos se ocultaban tras sus lentes oscuros, él permanecía con sus ojos desorbitados mirando al frente cual guardia de palacio, impávido, y sin mover una pestaña. 

Al partir al campo santo,  tampoco pudieron sacarlo de su silla, permanecía tan aferrado a ella, que fue necesario llevarlo junto al féretro de su padre,  rodeado de coronas, un mar humano de gente con lentes oscuros que caminaba tras de él y de su padre. 

Al llegar al cementerio, los llantos de su madre se transformaron en gritos desgarrados que aumentaron mientras el cajón con los restos de su progenitor, bajaban lentamente afirmados por cuatro hombres que deslizaban con sus manos las sogas que ayudaban en aquel trance macabro. Mientras sus ojos no parpadeaban y su cuerpo se negaba a despegarse de la silla. 

Cuando aquel hombre de túnica blanca, habló de la muerte y la resurrección de la carne y cuando uno de aquellos tantos tíos aparecidos,  arrojó los primeros puñados de tierra a aquel foso oscuro con su padre dentro, sus ojos recobraron vida y como un resorte liberado después de tanto tiempo aplastado, dio un salto felino hacia el foso aún abierto y se aferró a aquel cajón de terciopelo y lloró todas aquellas lágrimas contenidas.

Según su madre, no hubo forma de sacarlo del foso, ni por los sepultureros; que al unísono saltaron para rescatarlo, pues una fuerza sobrehumana lo aferraba al ataúd, la misma que lo mantuvo pegado a la silla por varios días. Fue necesario volver a la superficie con féretro y con el pequeño Saturnino aferrado como lapa al cajón, para después de algunas horas; gracias a una dosis de tranquilizante,  lograron dormirle, y pudieron así separarlo de las manillas de bronce donde su padre dormía aquel sueño eterno. 

Esa es la razón que marcó la vida de Saturnino Sánchez Sichel. Desde entonces los funerales no son de su predilección, de hecho no fue al de su abuela paterna, menos al de tíos lejanos, ni al de compañeros de trabajo. Pero esta vez debe ir,   si o si,  y acompañar a su familia,  a sus hijos y a su madre, en un día tan triste y desolador para todos. Está la familia completa, amigos, compañeros de trabajo, incluso vecinos que apenas había saludado un par de veces.  

Solo  queda la esperanza,  de que su hijo menor, el más regalón, el más triste, no salte al foso cual felino y se aferre a las manillas de su ataúd, mientras los sepultureros, le arrojan las primeras paladas de tierra y todo se oscurece para siempre.

Fin.

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